Antonio Álvarez
He vuelto al Ajusco
medio, ocho años después. Una zona de la ciudad desde la que puede verse el
resto, hacia abajo, recubierto de una espesa capa de aire gris. Arriba el azul,
y nosotros. Es como vivir en el campo, de cierta forma. También porque esta gente
se conoce entre sí, y algunos me conocen a mí también; soy en cierto modo parte
de esta comunidad de vecinos.
Pasé
a echarme unos tacos a unas cuadras del cuartito en el que ahora vivo, y reconocí a la que atendía: Cata. Ella llevaba
entonces a seis niños a los talleres que dábamos en la comuna. Ninguno era su
hijo. Una parte eran de su comadre y la otra de su hermana. Ellas iban a
trabajar, se los dejaban, y la mantenían; un acuerdo razonable, y más común de
lo que se pensaría.
Me
preguntó por los comuneros y me contó, sin convicción, de la organización de
izquierda en la que milita; en la que entonces militábamos juntos. Respondía
mis preguntas como distraída, mientras tejía y yo comía. El líder no las había
traicionado nunca, y ahí todos decidían por votación. “Aquí nadie nos viene a
decir”. “Pues apenas fuimos a la delegación en la mañana, que dizque para que
no nos quitaran las becas, para que cumplieran los acuerdos que no habían
cumplido.” Así como si estuviera hablando de cualquier otra cosa. Qué pena nos
dio al grupo de adolescentes radicales la primera vez que, cediendo a la
insistencia de esas señoras, organizamos la vaca para dos micros que nos
llevarían a ver a Obrador, cuando lo del desafuero.
Yo
le dije que el Cristian se había ido de mojado a Estados Unidos, y ahora andaba
en España; que Lalo en Puebla, que la
Kika y la Beti acá conmigo. Vianey tiene un puesto en Tepito.
“El otro chavo, el gordito”, de cuyo nombre no se acordaba, supuestamente, pero
a quien —recuerdo bien— le coqueteaba, está dando clases en la Facultad de Economía.
Isaac le compartió en una ocasión su paraguas, y caminaron juntos a algún
evento de la organización, abrazados. Ella no podía haberlo interpretado de
otro modo.
Recordé
cuando el pinche Isaac les puso una tarea una vez a sus alumnos, cuando les
enseñaba historia a los de tercero y cuarto grado de un curso de regularización que
hicimos: tenían que escribir cómo sería una futura revolución en México —porque
estaban hablando, se entiende, de la Revolución Mexicana —.
Y colonia combativa, recuerdo el dibujo infantil, debajo de un texto, de un
hombre de palitos disparándole en la panza a otro; una gran bola rematada por
cinco bolitas menores a modo de cabeza, manos y pies, con un sombrero de copa y
algo parecido a un monóculo. Cómo me emocioné; cómo volví a emocionarme por esa
tontería.
Que
Héctor —el líder— había pasado por ahí, que si no me lo topé. Al rato le hablo.
Qué gusto verte compañero, qué gusto verte compañera. Ahi’ nos vemos.