sábado, 21 de julio de 2012

Los libros


Antonio Álvarez



De entre todos los medios que hemos inventado para la transmisión de mensajes, es el libro, por alguna razón, el que ha sido elegido para encarnar a la cultura y a la seriedad. Hemos nombrado motor de la civilización al papel encuadernado; en oposición a la imagen y al sonido, de los que rara vez pedimos algo más que información práctica o emociones agradables.
   De entre todas las palabras, sólo podemos tomar seriamente a la que nos llega por escrito; a la palabra muerta, a la que no se le puede rebatir ni preguntarle qué quiso decir. Por eso es todavía más valiosa para nosotros cuando su autor ha muerto también. Su autoridad proviene de que muchos la escuchan pero ninguno puede responderle, como a tu jefe, a los presidentes, a la televisión. Pero se diferencia de ellos en algo. La palabra escrita es tomada en serio; al libro le es lícito, como a nadie más, decir la verdad, e incluso tratarla a profundidad, y muchos libros efectivamente lo hacen. Nosotros no tenemos permitido hacer eso; sólo podemos hacernos reír unos a otros; caernos bien o mal.
   Cuando hablamos de "cosas serias", rara vez lo hacemos en serio. Normalmente citamos libros, y casi siempre para farolear; debemos apoyarnos en la palabra muerta para darnos importancia: una importancia que jamás nos atribuiríamos entre nosotros. Sólo hablamos con seriedad cuando no podemos más y estallamos histericamente, y nos escupimos verdades a la cara como armas para atacarnos.
   La vida, sin embargo, sólo se merece su nombre cuando podemos compartirnos la verdad entre amigos, y responder a nuestras mutuas inquietudes; cuando dejamos de guardar codiciosamente lo mejor de nosotros para nuestro uso exclusivo y podemos hacer que todo el mundo sepa todo sobre todos nuestros pensamientos y sobre todas nuestras pasiones. Leemos porque no tenemos con quién hablar, porque no queremos hablar con nadie de ciertas cosas, porque hemos renunciado a los demás.
   Leer y escribir es una escapatoria cobarde a ese hecho, pero es la única que tenemos a la mano. Es la única forma en que podemos compartir pensamientos inteligentes con alguien; en que podemos enterarnos qué hay en realidad en la mente de otra persona. Sólo así podemos investigar si también a los demás les pasa lo mismo. Porque hemos jurado no decir nada.

martes, 22 de mayo de 2012

Regreso al Ajusco


Antonio Álvarez



He vuelto al Ajusco medio, ocho años después. Una zona de la ciudad desde la que puede verse el resto, hacia abajo, recubierto de una espesa capa de aire gris. Arriba el azul, y nosotros. Es como vivir en el campo, de cierta forma. También porque esta gente se conoce entre sí, y algunos me conocen a mí también; soy en cierto modo parte de esta comunidad de vecinos.
Pasé a echarme unos tacos a unas cuadras del cuartito en el que ahora vivo, y  reconocí a la que atendía: Cata. Ella llevaba entonces a seis niños a los talleres que dábamos en la comuna. Ninguno era su hijo. Una parte eran de su comadre y la otra de su hermana. Ellas iban a trabajar, se los dejaban, y la mantenían; un acuerdo razonable, y más común de lo que se pensaría.
Me preguntó por los comuneros y me contó, sin convicción, de la organización de izquierda en la que milita; en la que entonces militábamos juntos. Respondía mis preguntas como distraída, mientras tejía y yo comía. El líder no las había traicionado nunca, y ahí todos decidían por votación. “Aquí nadie nos viene a decir”. “Pues apenas fuimos a la delegación en la mañana, que dizque para que no nos quitaran las becas, para que cumplieran los acuerdos que no habían cumplido.” Así como si estuviera hablando de cualquier otra cosa. Qué pena nos dio al grupo de adolescentes radicales la primera vez que, cediendo a la insistencia de esas señoras, organizamos la vaca para dos micros que nos llevarían a ver a Obrador, cuando lo del desafuero.
Yo le dije que el Cristian se había ido de mojado a Estados Unidos, y ahora andaba en España; que Lalo en Puebla, que la Kika y la Beti acá conmigo. Vianey tiene un puesto en Tepito. “El otro chavo, el gordito”, de cuyo nombre no se acordaba, supuestamente, pero a quien —recuerdo bien— le coqueteaba, está dando clases en la Facultad de Economía. Isaac le compartió en una ocasión su paraguas, y caminaron juntos a algún evento de la organización, abrazados. Ella no podía haberlo interpretado de otro modo.
Recordé cuando el pinche Isaac les puso una tarea una vez a sus alumnos, cuando les enseñaba historia a los de tercero y  cuarto grado de un curso de regularización que hicimos: tenían que escribir cómo sería una futura revolución en México —porque estaban hablando, se entiende, de la Revolución Mexicana—. Y colonia combativa, recuerdo el dibujo infantil, debajo de un texto, de un hombre de palitos disparándole en la panza a otro; una gran bola rematada por cinco bolitas menores a modo de cabeza, manos y pies, con un sombrero de copa y algo parecido a un monóculo. Cómo me emocioné; cómo volví a emocionarme por esa tontería.
Que Héctor —el líder— había pasado por ahí, que si no me lo topé. Al rato le hablo. Qué gusto verte compañero, qué gusto verte compañera. Ahi’ nos vemos.



domingo, 11 de marzo de 2012

Los adultos no existen, son los papás




Antonio Álvarez



Ya cerca del pasado 6 de enero, un amigo me dijo: “los adultos no existen, son los papás”, y me dejó pensando al respecto un tiempo. Esto querría decir algo así como que, junto con Santaclaus y los reyes magos, se nos contó a todos, cuando éramos niños, otra mentira deliberada, de acuerdo con la cual había unos tipos que sabían qué hacer ante los diferentes problemas de la vida y que contaban con cierta información esencial para ello, como el modo en que se creó el mundo, las razones de que la tierra se dividiera en países o la forma correcta de comportarse ante los demás; y nos contaron que nosotros, con el paso de los años, nos convertiríamos en adultos también. Qué sabríamos qué pedo con la vida y esas cosas.
Los años, efectivamente, pasaron, y nos volvimos personas similares a quienes fueron nuestros padres cuando nosotros éramos todavía unos niños. Y nos fuimos dando cuenta no sólo de que nuestros padres no sabían en realidad nada de lo que dijeron saber, sino de que seguía pasando un cumpleaños tras otro y nosotros, salvo por el sexo, aún no éramos informados de los misteriosos secretos de la vida adulta, y es que en realidad esos secretos no existen. Nadie sabe por qué estos primates inteligentes nacimos en este pequeño planeta que gira en medio de la nada ni por qué existen los países, las guerras, las religiones, etcétera.
En un primer momento, uno transfiere la responsabilidad que antes le atribuyó al mundo adulto a los políticos: hay unos tipos que sí saben, de verdad, qué hacemos aquí, por qué vivimos de la forma en que vivimos, por qué nuestra vida gira en torno de estos pedazos de papel que llamamos dinero, etcétera. Serían ellos, entonces, los culpables de nuestros problemas. O más bien, nuestros problemas serían una especie de perverso plan que un grupo reducido de personas urdió para vivir a costa de nuestro trabajo. Pero resulta que esta curiosa élite tampoco lo sabe, que son personas comunes y corrientes que se han dejado llevar por la vida con la misma ignorancia y la misma cobardía que todos nosotros. Y lo mismo pasa con los jefes de los jefes de sus jefes.
Algunas personas, viéndose perdidas por la falta de autoridad sobre sus vidas, le transfieren entonces la gran responsabilidad de ser adultos, es decir, de saber qué pedo, a Jesús, a Buda, etcétera. Una vez hubo un tipo que supo, y nos lo transmitió, y después alguien lo escribió. En esos escritos, entonces, están las grandes respuestas que buscabas. Pero eso evidentemente tampoco es cierto.
Nadie está al timón de este barco. De hecho no hay ningún timón, ni ningún barco. Somos unos primates superdotados que hemos inventado muchísimos historias, y que nos las hemos creído, y que posiblemente nunca nos enteremos de nada. El Estado es una porción de dichos primates en una porción de los edificios que hemos construido peleando por porciones de esos pedazos de papel que llamamos dinero mayores que las porciones por las que nos peleamos los demás. No hay adultos que sepan lo que sucede o que se estén haciendo cargo o que vayan a llegar a poner orden cuando regresen del trabajo. No eres ignorante porque hayas elegido mal a tus gurús, lo que pasa es que en realidad nunca nadie va a informarte cómo debes guiar tu vida, porque nadie lo sabe.
Nadie está a cargo. No hay adultos. Nunca los habrá. Somos libres.

jueves, 2 de febrero de 2012

Libertad de lo conocido

Primer capítulo









Jiddu Krishnamurti





A través de las edades, el hombre ha buscado algo más allá de sí mismo, más allá del bienestar material —lo que llamamos verdad, Dios o realidad, un estado sin temporalidad— algo que no pueda ser perturbado por las circunstancias, por el pensamiento o por la corrupción humana.
El hombre se ha planteado siempre la interrogante: “¿Qué significa todo esto? ¿Tiene la vida algún significado?” Ve la enorme confusión de la vida, las brutalidades, las revoluciones, las guerras, la división interminable en las religiones, ideologías y nacionalidades, y con un sentimiento de continua y profunda frustración, se pregunta: ¿Qué ha de hacer uno? ¿Qué es lo que llamamos vivir? ¿Hay algo más allá?
Al no encontrar esa cosa desconocida con miles de nombres que siempre ha buscado, ha cultivado la fe —fe en un salvador o en un ideal— pero la fe invariablemente engendra violencia.
En esta batalla constante que llamamos vida, tratamos de establecer un código de conducta de acuerdo con la sociedad en la que hemos crecido, ya sea una sociedad comunista, o una llamada sociedad libre. Aceptamos una norma de conducta, que es parte de nuestra tradición como hindúes, musulmanes, cristianos, sea lo que seamos. Recurrimos a alguien para que nos diga cuál es la conducta correcta o equivocada, cual es el pensamiento recto o errado y, siguiendo este patrón, nuestra conducta y nuestro pensamiento se vuelven mecánicos y nuestras respuestas automáticas. Podemos observar esto muy fácilmente en nosotros mismos.
Por siglos hemos sido tratados como párvulos por nuestros maestros, autoridades, libros y santos de nuestra devoción. Les decimos: “Háblenme de todo esto: ¿Qué hay más allá de las colinas, de las montañas y la tierra?” Y quedamos satisfechos con sus descripciones, lo cual quiere decir que vivimos de palabras, y que nuestra vida está vacía y hueca. Somos gente de segunda mano. Hemos vivido de lo que se nos ha dicho, ya sea guiado por nuestras inclinaciones, nuestras tendencias, o compelidos a aceptarlas por las circunstancias y el medio ambiente. Somos el resultado de toda clase de influencias, no hay nada nuevo en nosotros, nada que hayamos descubierto por nosotros mismos; nada original, prístino, claro.
A través de la historia de la teología, nos han asegurado los líderes religiosos que, si ponemos en práctica ciertos rituales, si repetimos ciertas plegarias o mantras, si vivimos conforme a determinados patrones, si reprimimos nuestros deseos, si controlamos nuestros pensamientos, sublimamos las pasiones, moderamos los apetitos y refrenamos la indulgencia sexual, encontraremos, tras suficiente tortura de la mente y del cuerpo, algo más allá de esta mezquina vida. Es lo que millones de los llamados religiosos han hecho a lo largo del tiempo, ya sea en aislamiento, internándose en el desierto o en las montañas, o en una cueva, o vagando de pueblo en pueblo con una escudilla de mendicante, o bien en grupos, uniéndose a un monasterio, forzando sus mentes a seguir un patrón establecido. Pero una mente torturada, una mente abatida, una mente que desea escapar de toda aflicción, que ha renunciado al mundo exterior y se ha endurecido por la disciplina y la conformidad, tal mente, por mucho que busque, solo encontrará aquello que esté de acuerdo con su distorsión.
Así, pues, para descubrir si realmente hay algo más allá de esta existencia ansiosa, culpable, temerosa y competitiva, me parece que debe uno enfrentarse a ella en forma por completo diferente. El enfoque tradicional consiste en partir de la periferia hacia el centro, y a través del tiempo, con la práctica de la renunciación, seguir gradualmente hasta alcanzar esa flor interna, esa belleza y ese amor interno —en efecto, hacer todo lo que pueda volver a uno apocado, falso y mezquino— despojarse poco a poco; tomar tiempo; dejarlo para mañana, para la próxima vida. Y cuando al fin llega uno al centro, descubre que ahí no hay nada, porque la mente se ha vuelto incapaz, torpe e insensible.
Habiendo observando este proceso, uno se pregunta: ¿Es que no hay un enfoque del todo diferente? Esto es, ¿no es posible irrumpir súbitamente desde el centro?
El mundo acepta y sigue el enfoque tradicional. La causa principal del desorden en nosotros mismos es la búsqueda de la realidad prometida por otros. Seguimos mecánicamente a quien nos asegura una vida espiritual confortable. Es de lo más extraordinario que aunque la mayoría de nosotros nos oponemos a la tiranía y a la dictadura política, internamente permitimos que la autoridad, la tiranía de otro nos tuerza la mente y nuestra manera de vivir. De modo que si rechazamos por completo, no intelectual, sino realmente, toda llamada autoridad espiritual, todas las ceremonias, rituales y dogmas, ello significa que nos quedamos solos, y en conflicto con la sociedad, y dejamos de ser respetables. No es posible que un ser humano respetable pueda acercarse a esa infinita e inconmensurable realidad.
Usted ha empezado ahora por negar algo absolutamente falso —el enfoque tradicional— pero si lo niega como una reacción, habrá creado otro patrón en el cual se verá de nuevo atrapado. Si usted se dice a sí mismo intelectualmente que esta negación es muy buena idea, pero no hace nada al respecto, no podrá seguir más adelante. Sin embargo, si usted lo niega porque comprende la estupidez y la poca madurez de ello, si lo rechaza con tremenda inteligencia, porque se es libre y no tiene miedo, creará una gran perturbación en usted mismo y a su alrededor, pero se habrá salido de la trampa de la respetabilidad. Entonces se descubrirá que no se está buscando. Esta es la primera cosa por aprender —no buscar—. Cuando buscamos solo estamos vagando de tienda en tienda.
La pregunta de si hay o no hay un Dios o verdad o realidad, o como quiera usted llamarla, nunca puede ser contestada por los libros, por los sacerdotes, filósofos o salvadores. Nadie ni nada puede contestar la pregunta, sino usted mismo, y para ello debe usted conocerse. La inmadurez se origina en la total ignorancia de uno mismo. El conocimiento de uno mismo es el principio de la sabiduría.
¿Y qué es usted, usted como individuo? Creo que hay una diferencia entre el ser humano y el individuo. El individuo es una entidad local que vive en un país determinado, que pertenece a una cultura particular, a una sociedad particular y a una religión particular. El ser humano no es una entidad local. Está dondequiera. Si el individuo actúa en un rincón fijo del vasto campo de la vida, entonces su acción está por completo desligada del conjunto. Por lo tanto, se debe tener presente que estamos hablando de la parte de la totalidad, no de la parte, porque en lo mayor está lo menor, pero en lo menor no está lo mayor. El individuo es la pequeña entidad condicionada, desdichada, frustrada, satisfecha con sus pequeños dioses, sus pequeñas tradiciones, mientras que un ser humano está interesado en el bien general, en la desdicha y la confusión total del mundo.
Los seres humanos somos lo que hemos sido por millones de años: celosamente codiciosos, envidiosos, agresivos, celosos, impacientes y desesperados, con destellos ocasionales de gozo y afecto. Somos una mezcla extraña de odio, temor y gentileza. Somos a la vez violentos y pacíficos. Ha habido un progreso exterior desde el carro de bueyes al avión, pero psicológicamente el individuo no ha cambiado en absoluto, y la estructura de la sociedad en el mundo es su creación. La estructura social exterior es el resultado de la estructura psicológica interna de nuestras relaciones humanas, porque el individuo es el producto de la experiencia total, el conocimiento y la conducta del hombre. Cada uno de nosotros es el almacén de todo el pasado. En el individuo está lo humano, que es toda la humanidad. La historia completa del hombre está escrita en nosotros mismos.
Observen de hecho lo que realmente está ocurriendo dentro y fuera de ustedes mismos en esta cultura de competencias donde viven con sus deseos de poder, posición, prestigio, nombre, éxito y todo lo demás. Observen los logros de los cuales están ustedes tan orgullosos, la totalidad de este campo que llaman vida, donde toda forma de relación es un conflicto que engendra odios, antagonismos, brutalidad y guerras interminables. Este campo, esta vida, es todo lo que conocemos, y siendo incapaces de comprender la enorme lucha de la existencia, la tememos naturalmente, y buscamos un escape en toda clase de medios sutiles. Y también estamos temerosos de lo desconocido (le tememos a la muerte, le tememos a lo que existe más allá del mañana) de modo que tememos lo conocido y tememos lo desconocido. Esta es nuestra vida diaria. En ella no hay esperanza y, por lo tanto, cualquier filosofía, cualquier forma de concepto teológico, es meramente un escape de la verdadera realidad de lo que es.
Todos los cambios exteriores producidos por las guerras, revoluciones, reformas, leyes e ideologías han fallado en la transformación de la naturaleza básica del hombre y, por tanto, de la sociedad. Como seres humanos que vivimos en este mundo monstruosamente feo, preguntémonos: ¿Puede terminarse esta sociedad basada en la competencia, en la brutalidad y el temor? ¿No como un concepto intelectual, no como una esperanza, sino como un hecho real, de modo que la mente se vuelva fresca, nueva e inocente, y pueda producir un mundo distinto del todo? Esto puede ocurrir solamente, pienso yo, si cada uno reconoce el hecho fundamental de que nosotros, como individuos, como seres humano, cualquiera que sea la parte del mundo en que vivamos, o la cultura a que pertenezcamos, somos totalmente responsables de la situación en que se halla el mundo.
Cada uno de nosotros es responsable de todas las guerras, por la agresividad de nuestras vidas, por nuestro nacionalismo, nuestro egoísmo, nuestros dioses, nuestros prejuicios, nuestros ideales, todo lo cual nos divide. Y sólo actuaremos cuando nos demos cuenta, no intelectualmente, sino realmente —tan realmente como nos daríamos cuenta de que tenemos hambre o de que sentimos un dolor— de que usted y yo somos responsables del caos y de toda esta desdicha que existe en el mundo, porque hemos contribuido a ello con nuestras vidas diarias, y somos parte de esta monstruosa sociedad, con sus guerras, divisiones, su fealdad, brutalidad y codicia.
Sólo dándonos cuenta de esto actuaremos.
Pero, ¿qué puede hacer un ser humano —qué podemos hacer usted y yo— para crear una sociedad completamente distinta? Estamos haciendo una pregunta muy seria: ¿Hay algo que pueda hacer de manera alguna? ¿Qué podemos hacer? ¿Puede alguien decírnoslo? Cierta gente nos lo ha dicho. Los llamamos líderes espirituales, que se supone han comprendido estas cosas mejor que nosotros, nos lo han dicho, tratando de torcernos y moldearnos dentro de un nuevo patrón, pero eso no nos ha llevado muy lejos; hombres ilustrados y sofisticados nos lo han dicho, y eso tampoco nos ha servido de nada.
Se nos ha dicho que todos los caminos llevan a la verdad —usted tiene su camino como hindú, otro su sendero como cristiano, otro como musulmán y todos se encuentran en la misma puerta— lo cual es, cuando bien se mira, evidentemente absurdo. La verdad no tiene sendero, y eso es la belleza de la verdad que es vivencia. Una cosa muerta tiene un sendero porque es algo estático, pero cuando usted ve que la verdad es algo viviente, que se mueve, que no tiene lugar de descanso, que no está en templo alguno, en la mezquita o en la iglesia adonde ninguna religión, sacerdote o filósofo, nadie nos puede llevar, entonces se verá también que esa cosa viviente es lo que usted realmente es: su cólera, su brutalidad, su violencia, su desesperación, la agonía y el dolor en que vive. En la comprensión de todo eso está la verdad, y usted puede comprenderla sólo si sabe mirar esas cosas en su vida. Y usted no puede mirarlas a través de una ideología o de una pantalla de palabras, a través de esperanzas y temores.
Así usted ve que no puede depender de nadie. No hay guía, ni maestro, ni autoridad. Hay solamente usted —sus relaciones con otros y con el mundo— no hay nada más. Cuando usted se da cuenta de esto, o bien siente una gran desesperación de la cual viene el cinismo y la amargura o bien, al enfrentarse al hecho de que usted y nadie más es responsable del mundo y de usted mismo, por lo que piensa, por lo que siente, por su modo de actuar, toda lástima de sí mismo desaparece. Normalmente arrojamos la culpa sobre los otros, lo cual es una forma de autocompasión.
Podemos usted y yo, entonces, producir en nosotros mismos, sin influencia exterior o sin persuasión alguna, sin ningún temor al castigo ¿podremos producir en la misma esencia de nuestro ser una total revolución, una mutación psicológica, de manera que ya no seamos brutales, violentos, competidores, impacientes, temerosos, codiciosos, envidiosos y todas las restantes manifestaciones de nuestra naturaleza que han estructurado esta corrompida sociedad donde vivimos nuestras vidas diarias?
Es importante comprender desde el mismo principio que no estoy formulando ninguna filosofía, ni estructura de ideas o de conceptos teológicos. Me parece que todas las ideologías son totalmente idiotas. Lo que importa no es una filosofía de la vida, sino observar lo que realmente ocurre en nuestra vida diaria interna y exteriormente. Si uno observa muy de cerca lo que está pensando y lo examina, verá que todo ello se apoya en un concepto intelectual, y el intelecto no es todo el campo de la existencia, es un fragmento. Y un fragmento, por ingeniosamente que haya sido formado, por antiguo o tradicional que sea, sigue siendo sólo una pequeña parte de la existencia, en tanto que nosotros tenemos que tratar con la totalidad de la vida.
Y cuando miramos lo que está ocurriendo en el mundo, empezamos a comprender que no hay un proceso interior y otro exterior; hay solamente un proceso unitario. Es todo un movimiento total, el movimiento interior expresándose a sí mismo como exterior, y lo exterior reaccionando de nuevo sobre lo interior. Ser capaces de mirar esto, me parece, es todo lo que se necesita, porque si sabemos mirar, entonces todo se vuelve muy claro. Y para mirar no se requiere una filosofía ni un maestro. Nadie necesita decirle cómo debe mirar. Usted simplemente mira.
¿Puede usted, entonces, viendo todo este cuadro, viéndolo de veras, no en forma verbal, puede usted fácilmente, espontáneamente transformarse? Éste es el verdadero problema ¿Es posible producir una completa revolución en la psique?
Me pregunto cuál es su reacción ante tal interrogante. Usted puede que diga: “No quiero cambiar”, y mucha gente no lo quiere, en especial aquellos que se sienten bastante seguros social y económicamente, o que se apoyan en creencias dogmáticas y están satisfechos de sí mismos y de las cosas tal como son, o lo estarían si éstas se modificaran ligeramente. No estamos hablando de estas personas.
O bien puede que uno lo exprese con mayor sutileza: “Bien, esto es demasiado difícil, no es para mí”. En tal caso se habrá bloqueado usted mismo, habrá cesado ya de inquirir y de nada le servirá seguir adelante. O también puede que diga: “Veo la necesidad de un cambio interno fundamental en mí mismo, ¿pero cómo voy a producirlo? Por favor, muéstreme el camino, ayúdeme a alcanzarlo”. Si usted dice eso, entonces, lo que le interesa no es el cambio en sí, no está realmente interesado en una revolución fundamental; está simplemente buscando un método, un sistema para producir el cambio.
Si yo fuera lo bastante insensato para darle un sistema y usted fuera tan insensato para seguirlo, sólo estaría copiando, imitando, sometiéndose, aceptando. Al hacer esto ha establecido en sí mismo como patrón la autoridad de otro, y de ahí el conflicto que usted tiene con esa autoridad. Usted se siente obligado a hacer tal y tal cosa, porque se le ha dicho que lo haga y, sin embargo, no puede. Usted tiene sus peculiares inclinaciones, tendencias y presiones, las cuales se hallan en conflicto con el sistema que cree que debe seguir y, por lo tanto, está en contradicción. Así llevará usted una doble vida entre la ideología del sistema y la realidad de su existencia diaria. Al tratar de ajustarse a la ideología, reprime su ser; sin embargo, lo realmente verdadero no es la ideología, sino lo que usted es. Si trata de estudiarse en conformidad con las ideas de otro, siempre seguirá siendo un ser humano de segunda mano.
Un hombre que dice: “Deseo cambiar, dígame cómo”, parece muy fervoroso, muy serio, pero no lo es. Confía en que una autoridad ponga orden en sí mismo. Pero ¿acaso puede una autoridad producir orden interno? El orden que se impone desde fuera siempre engendrará desorden. Usted puede ver esta verdad intelectualmente, ¿pero puede aplicarla en efecto de manera que su mente ya no busque proyectar ninguna autoridad: la del libro, del maestro, de la esposa o esposo, del padre, del amigo o de la sociedad? Como invariablemente hemos actuado dentro del patrón de una fórmula, la fórmula se convierte en ideología y autoridad, pero tan pronto vemos de hecho que la pregunta “cómo puedo cambiar” se constituye en una nueva autoridad, terminamos con la autoridad para siempre.
De nuevo puntual, claramente, veo que yo debo cambiar por completo desde las raíces de mi ser; ello no puede depender de ninguna tradición, porque la tradición ha producido esta tremenda pereza, esta aceptación y esta obediencia. No me es posible pedir a otro que me ayude a cambiar; ni a ningún maestro, ni Dios, ni sistema, ni creencia, ninguna influencia ni presión exterior. ¿Qué ocurre entonces?
En primer lugar, ¿puedo rechazar toda autoridad? Si puedo, significa que ya no tengo temor ¿Entonces, qué ocurre? Cuando usted rechaza algo falso con lo que ha estado cargado por generaciones; cuando arroja de sí un peso de cualquier clase, ¿Qué sucede? Usted tiene más energía, ¿no es cierto? Tiene más capacidad, más empuje, mayor intensidad y vitalidad. Si no siente esto, entonces no ha arrojado, no ha descartado el peso muerto de la autoridad.
Pero cuando usted lo ha desechado, y tiene esa energía en la cual ya no hay temor en absoluto —temor de cometer un error, temor de hacer lo correcto o no— entonces, ¿no es esa energía misma la mutación? Necesitamos una tremenda cantidad de energía, y la disipamos con el temor. Pero cuando existe esa energía que surge al liberarnos de toda forma de temor, esa energía misma produce la revolución radical interna. Usted no necesita hacer nada a ese respecto.
Así, usted se ha quedado sólo consigo mismo, y ese es el verdadero estado de un hombre que se toma en serio todos estos asuntos; y como no busca ayuda de nadie ni de nada, está libre para descubrir. Y cuando hay libertad, hay energía; y cuando hay libertad no se puede hacer nada erróneo. La libertad es por completo diferente de la rebelión.
No existe eso de conducirse bien o mal cuando hay libertad. Usted es libre, y desde esa libertad actúa. Y como consecuencia no tiene miedo, y una mente que nada teme es capaz de gran amor. Y cuando hay amor, puede hacerse lo que se quiera.
Lo que ahora vamos a hacer, por lo tanto, es aprender acerca de nosotros mismos, no de acuerdo con lo que les diga yo o algún analista o filósofo —porque si aprendemos sobre nosotros mismos siguiendo la opinión de algún otro, sólo aprenderemos lo que nos ellos digan, pero no lo que somos— lo que haremos es aprender lo que realmente somos.
Habiendo comprendido que no podemos depender de autoridad exterior alguna para producir una revolución total en la estructura de nuestra psique, nos encontramos con la dificultad aun mayor de tener que rechazar nuestra propia autoridad interna, la autoridad de nuestras pequeñas experiencias particulares y acumuladas opiniones, conocimientos, ideas e ideales. Usted tuvo una experiencia ayer que le enseñó algo, y esa enseñanza se convierte en una nueva autoridad, pero esa autoridad de ayer es tan destructiva como la autoridad de hace mil años. Para comprendernos no necesitamos autoridad, ni la de ayer ni la de hace mil años, porque somos seres vivientes, siempre moviéndonos, fluyendo, sin reposar nunca. Cuando nos miramos a nosotros mismos con la autoridad muerta del ayer, fracasamos en comprender el movimiento viviente, la belleza y la cualidad de ese movimiento.
Librarse de toda autoridad, de la suya propia y de cualquier otra es morir a todas las cosas del ayer, para que su mente esté siempre fresca, siempre joven, inocente, llena de vigor y de pasión. Sólo en ese estado es que uno puede aprender y observar. Y para eso se requiere mucha atención, verdadera atención de lo que está sucediendo en su interior, sin tratar de corregirlo, sin decirse que eso debería o no debería ser así, porque tan pronto usted lo corrige, ya ha establecido otra autoridad, un censor.
Así, ahora vamos a investigar juntos, no como una persona que explica mientras usted lee, y asiente o disiente de ella conforme sigue las palabras sobre la página, sino que vamos a hacer un viaje juntos, un viaje de descubrimiento dentro de los más secretos rincones de la mente, y para hacer tal viaje debemos ir con poco peso; no podemos ir cargando con opiniones, perjuicios y conclusiones; todo ese viejo arsenal que hemos coleccionado durante los últimos dos mil años o más. Olviden cuanto saben sobre ustedes mismos, olviden cuando alguna vez pensaron sobre ustedes mismos; vamos a partir como si nada supiéramos.
Anoche llovió mucho, y ahora los cielos empiezan a clarear; es un nuevo y fresco día. Encontrémonos con este día como si fuera el único. Empecemos nuestro viaje juntos dejando atrás todas las remembranzas del ayer. Y empecemos a comprendernos por primera vez.