jueves, 3 de noviembre de 2011

A botear




José Belarmino Fernández




Al principio de los años en los cuales estamos, Ecatepec existía nada más como ente administrativo, y al final de ellos todavía faltaba un buen trecho para que constituyera una unidad económica y social.
En San Cristóbal, por ejemplo, había una actividad más o menos animada, en la que un relativo corto número de familias obreras privilegiadas se mezclaba con pequeños y medianos agricultores, ganaderos, comerciantes y profesionales.
En contraste, en el área de Xalostoc, para la cual la cabecera municipal quedaba mentalmente tan lejos como el Distrito Federal, fuera del pueblo de San Pedro todo había empezado avanzada la década de 1950 y giraba por completo alrededor de las fábricas y las gaseras. Al fraccionamiento industrial le tenía sin cuidado que Sosa Texcoco llevara un cuarto de siglo instalada, que en Santa Clara, Tulpetlac y Coacalco hubiera más factorías, y que allí o en otros puntos del municipio en el pasado se hubieran producido huelgas.
Hasta 1972 la Industrial era un pequeño mundo en paz, donde los empresarios no habían sufrido conflicto con sus operarios, a excepción del de la Laminadora Kreimerman, resuelto con cierta mañosa facilidad. Y la mayoría de los trabajadores, de procedencia campesina, no había presenciado altercados sindicales allí o en cualquier otro lado.
Entonces aparecieron mayores signos de descontento. Representaban una llamada de atención, pero la apariencia de calma continuaba todavía y la tarde en que en septiembre de 1973 en Trailmobile se colocaron las banderas rojinegras, fue un auténtico acontecimiento, aunque no se apreciara a simple vista y un vacío la circundara.
Cuando por la noche me presenté con David y Julio el Pelos, que eran dos de los más jóvenes compañeros de la Cooperativa, las mantas regadas por el suelo, que servirían de camas; el par de fogatas sobre las cuales se cocinaba, escondiendo, revelando, transfigurando las formas, y las sombras de las fábricas cercanas, daban un aire romántico a la escena.
En el penoso año y medio de labor para organizar el sindicato, con frecuencia los más habían estado a punto de echar reversa y olvidarse de lo que en resumidas cuentas resultaba una aventura que ponía en riesgo lo más sagrado: el trabajo. Lo habíamos atestiguado antes y lo haríamos una buena cantidad de veces en adelante, pero eso no nos permitía conocer una historia que vista de lejos podía pensarse se trataba de una entre multitud de copias, cuando resultaba irrepetible, como todas.
Porque los trabajadores nunca eran los mismos, tenían pasados y presentes personales, y a quienes se enfrentaban y las condiciones en las cuales lo hacían, también eran siempre singulares y creaban momentos inesperados, de cuya solución dependían los siguientes.
Al escribirse después sobre las luchas obreras en estos tiempos, daría la impresión de que fueron naturales, digamos, empujadas por una serie de grandes hechos al margen de las voluntades individuales. Y en cierto sentido lo eran. En Traimobile la huelga no se habría declarado entonces, si Irineo no hubiera trabajado en la Kreimerman y entrado en contacto con Armando, Adelita y Fernández del Real, representantes de una generación de abogados laborales críticos del sistema, que alentaban la creación de sindicatos independientes, a través de los cuales llegaba luego el eco de la Insurgencia Obrera y de los otros movimientos iniciados en 1972, en los que a su vez se expresaba el hartazgo tras la “década de oro” del corporativismo, etcétera.
Pero Irineo bien podría no haber estado en la laminadora, ni comprometerse con el sindicato independiente ni tomar la iniciativa en Traimobile, como Fidel en las plantas donde se contrató luego de compartir la experiencia con él. Y bien podrían Juan de Dios, los Luíses, Mauro, el Jarocho y el puñado que escucharon sus primeros consejos, hallarse en otros lados o desinteresarse de sus palabras, o los demás dar vuelta a la hoja con los despidos ordenados por la patronal al enterarse de lo que preparaban. Y a final de cuentas llegaban a la huelga rodeados por medio centenar de plantas en calma.
El futuro se decidía diariamente y estaba también en manos de la empresa y de sus relaciones con las autoridades y los charros. El gerente podía llamar de vuelta a la CTM o acordar la entrada de la policía, y los 167 obreros que apenas comenzaban a constituir una real comunidad, en los cuales obraba la influencia de 167 familias, cada una particular, en el conjunto de los casos habían tomado la decisión sin estar plenamente convencidos, y nadie, ni ellos mismos, podía garantizar su comportamiento en el futuro.
Clausurar las puertas, hacer guardia para vigilarlas, quedarse sin ingresos, buscar solidaridad económica que en buena parte se destinaría a sostener las propias guardias, sin idea de cuándo y cómo terminaría el asunto, de entrada iba en contra, nuevamente, de cuanto aquéllos hombres habían hecho a lo largo de la vida.
Aquélla primera noche lo presentíamos en los rostros que el par de fogatas volvía huidizos, y en las charlas que se escuchaban a fragmentos. Más allá de la docena o así, que estaba resuelta a no ceder ante nada, a los huelguistas los dominaba la intranquilidad.
Amaneció y el día de amable sol otoñal, amenizado por el café de olla y el pan de dulce, muy pronto se fue al caño:
-¿A dónde? –gritó el Jarocho a un compañero que estaba a punto de ganar la esquina.
Ya es hora de las comisiones.
La frase acabó con la cháchara desparpajada, y Mario apuró el trámite:
-Aquí los del boteo y acá los de las guardias.
La mitad había olvidado o no se había enterado de a qué se les asignó durante la reunión de la noche anterior, se hizo la confusión y voces encimadas preguntaban con desgana y chanzas. Irineo las cortó:
-Ya, no se hagan pendejos. Luís, léeles de vuelta las listas.
Nadie hizo caso así nomás al secretario general del sindicato, pues el cargo no dejaba de tener un sentido vago. De pronto hubo quienes pensaron que habían cometido un error y ahora estaban supeditados a un grupo de jefecillos no menos incómodos que los del común, delegados de un jefe mayor, el abogado, que fuera uno a saber a dónde los conducía ni, si se reflexionaba en la cuestión un segundo, con cuáles verdaderas intenciones. ¿No había algo oscuro debajo de aquello? ¿A poco unos y otro se habían tomado tantas molestias de gratis?
¿Quiénes eran, bien visto, el tal Castillejos y la tal Adelita? ¿Y el trío de güeritos con facha de estudiantes, que posiblemente también iban a darles órdenes? Raro, muy raro el asunto.
Las dos comisiones se juntaron y los de boteo fueron poniéndose cada vez más molestos, conforme les explicaban:
–¿Qué?
–¿Y andar dando tristezas?
–¡Ni madres!
–Espérense, no vamos a pedir limosna –les respondió Luís paciente y comprensivo, pero a Juan de Dios no le pareció el método.
–¡A la chingada! –estalló. –O boteamos o nos lleva la verga. Así que ¡como van!
La breve protesta se resolvió con la formación de parejas que recogían los botes ya preparados.
–¿Y cómo va la cosa?
–Te paras, les cuentas por qué estamos en huelga…
–A mí no se me da el pico.
–Pues dejas que hable Élfego.
–¿Yo? No.
Nos ofrecimos a acompañarlos y recibimos miradas de muchas clases. De “¿a estos quién los mete?” a “está bueno”, pasando por “ya ni modo”.
Éramos 50 en una columna deshilachada, y al llegar a la Vía Morelos casi todos se deshicieron de nosotros. Los que quedaron esperaban que el Pelos, David y yo tomáramos la iniciativa, y cada uno subió con tres o cuatro compañeros a los primeros camiones que pasaron.
–Vamos a asustar a la gente –pensé, pero no había de otra y me tiré el discurso para el cual me había preparado una colección de boteos previos. En ellos recogía la herencia de quién sabe cuántos hombres y mujeres que los habían hecho antes, y agregaba de mi propia cosecha.
Así se formaba la cultura en cualquier ámbito, como un acto de constante creación, al que aquella mañana se incorporaban los trabajadores de Traimobile.
Se creería que era algo intranscendente, pero representaba un momento muy especial. Con lentitud y timidez mis acompañantes descubrían una manera distinta de relacionarse con los demás y con los ámbitos públicos. Su mirada se despejaba y apreciaban lo que antes les pasaba inadvertido, convirtiéndose en agentes activos de una ciudad que hasta entonces los apabullaba. Con el tiempo las calles y la gente se iluminarían mejor, y aunque fuera por un instante, una cosa similar sucedía en los pasajeros.
Era emocionante ver a un huelguista decidirse no ya a hablar, sino acercar el bote a las personas, y resquebrajar la muralla que desde su nacimiento se le había impuesto frente a los desconocidos y lo ajeno. O buscar en el gesto de los escuchas la reacción que les producía la repentina invasión del espacio neutro, de nadie, del camión más allá del asiento que se ocupaba. Sus rostros se iluminaban al encontrarse con una mirada o una palabra de simpatía o de entendimiento.
Era emocionante a la vez observar el comportamiento de la gente, que en principio y en su conjunto resultaba de sordera profunda; que en tal y cual caso denotaba inquietud o irritación, y que para una variable cantidad se transformaba durante los cuatro o cinco minutos que duraba el asunto.
La tarea requería, claro, tomársela con pasión. Hacía unos meses lo había confirmado hasta el agotamiento, con el medio centenar de viajes diarios para apoyar al movimiento tranviario. Es cierto que de tal modo cumplía mi vocación de merolico, buscando el aplauso en la atención del público, y que al terminar el espectáculo me sentía realizado, olfateando la gloria del siguiente.
En todo caso, así tardara tiempo y fuera en pequeño grado, nada resultaba igual, ni para los boteadores ni para los pasajeros, después de esa suerte de mítines relámpago que a diferencia de los tradicionales, a través del acto de dejar una moneda permitía a los espectadores ser algo más.
Y nuestros compañeros de aquella mañana comenzaron a entenderlo, cada uno con una intensidad distinta. Al cabo de una semana había expertos que de regreso a las guardias presumían su cosecha agitando los botes y compitiendo entre sí.

1 comentario:

  1. El texto nos hace recordar la lucha popular. En lo personal me tocó vivirlo a mediados de los ochenta. Ninguna lucha es en vano.

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