jueves, 3 de noviembre de 2011

Los humanos, las mercancías y el dinero



Antonio Álvarez



I. El dinero

Los seres humanos poblamos la tierra viviendo siempre con prisa, sin tiempo para nada, buscando dinero. Y estamos tan habituados a que las cosas sean así que solemos olvidar un hecho curioso: esos billetes a los que consagramos nuestras vidas son unos simples pedazos de papel pintado. Unas personas los cortan y los imprimen en la Casa de Moneda, y otras más los ponen en circulación: a primera vista, parece algo muy sencillo.
Un observador de otro planeta —por ejemplo— no entendería por qué producen en nosotros esa extraña fascinación, y no sería nada fácil explicarle de qué modo, por medio de qué mecanismos, esos papeles consiguieron gobernar el mundo. Y no sería fácil, en primer lugar, porque no lo sabemos.
¿De qué manera se volvieron lo único verdaderamente importante para la mayor parte de las personas de cualquier país? Todos podemos entender que detrás de las promesas de los políticos, de la vanidad de la gente llamada exitosa, de la actitud de servicio de los comerciantes y del empeño con el que trabajan obreros y campesinos, están esos pedazos de papel; simplemente esos pedazos de papel, pero no sabemos cuál es la razón de que las cosas sean así. Sabemos, naturalmente, que los necesitamos para comer, pero no sabemos por qué necesitamos papeles para comer.
La explicación que normalmente le damos a esto es que la gente es muy egoísta, pero no es algo tan simple, pues por más egoístas que seamos no es normal que una especie de animales increíblemente inteligentes, nacidos sin saber por qué en este planeta girando en medio de la nada, nos hayamos puesto a nosotros mismos al servicio de unos papeles que nosotros mismos cortamos y pintamos.
Hace poco más de 2500 años, los autores de la Biblia se burlaban de que los pueblos vecinos veneraran ídolos de barro que ellos mismos producían con sus propias manos. No podían creer tanta ingenuidad: ¿Cómo es posible que una sociedad fabrique objetos materiales para luego adorarlos como si fueran obra de los dioses? Esa idolatría, sin embargo, no es nada en comparación con nuestra moderna veneración por el dinero. Es necesario pensar en esta cuestión, aunque al principio no podamos resolverla, porque es el origen de la mayoría de nuestros problemas. Veamos el asunto más de cerca.
Los albañiles pueden construir bellas mansiones y grandes edificios, pero no pueden vivir más que en hogares muy humildes, ¿por qué? Porque no tienen la suficiente cantidad de dichos papelitos. Ésa es también la razón de que en casa del herrero, como dice el refrán, haya azadón de palo, y de que un profesor no pueda dar a sus hijos el alimento y la vivienda que producen los padres de sus alumnos. Pero el dinero no construye las casas en las que vivimos, ni cultiva nuestros alimentos, ni educa a los niños. Eso lo hacemos nosotros, trabajando. ¿Por qué, entonces, los que carecemos de papel pintado no podemos organizarnos para darnos vivienda, educación y alimento a nosotros mismos, y dejar de depender así de la minoría que tiene el dinero en sus manos? Por una razón muy simple: porque tendríamos que ponernos de acuerdo, y eso no es nada fácil.


II. Historia de un encendedor

Voy a la tienda y compro un encendedor. Parece a primera vista un objeto bastante simple: un líquido combustible cubierto de diversos tipos de plástico y metal con un mecanismo sencillo. Se oprime un botón que hace girar una ruedita de piedra; ésta a su vez enciende una chispa, que prende el combustible y ¡zaz!, tengo una pequeña llamita, que puede mantenerse viva mientras deje oprimido el botón. Tiene utilidad, claro, pero no parece ser la gran cosa.
Ahora mirémoslo más de cerca: Los diversos tipos de plástico que contiene fueron derivados del petróleo de yacimientos diferentes, de distintas partes del mundo, y procesados de maneras que la mayoría desconocemos, seguramente en laboratorios de la más alta tecnología, y también de las nacionalidades más diversas. Sus metales difícilmente fueron extraídos de una sola mina, o de un sólo país, y sus diversas piezas, fabricadas también en regiones muy distantes entre sí, fueron ensambladas a su vez en otros lugares.
En resumen: para su elaboración fue necesario el trabajo cooperativo de millones de personas de muy diversos lugares y oficios, cada una de ellas con un drama personal propio; con añoranzas y pesares de las que no sabemos nada, y que no tenemos, en principio, por qué conocer: uno puede dejar de lado todo eso, llegar a la tienda, entregar un papel pintado, recibir a cambio unas ruedas de metal, meterse el encendedor a la bolsa, y asunto resuelto.
Ahora vayamos aún un poco más lejos: los millones de trabajadores que produjeron el encendedor del que hablamos no hubieran podido fabricar nada de no haber sido alimentados y vestidos, y cada una de las piezas de ropa que visten y cada alimento que comen tiene una historia similar a la de nuestro encendedor. Otros millones de personas colaboraron en su producción en todo el mundo.
Tenemos, pues, que el encendedor que acabo de adquirir no podría reposar tranquilamente en mi bolsillo sin la colaboración de quienes produjeron los bienes que esos millones de trabajadores que lo fabricaron necesitan para vivir, y eso sin tomar en cuenta a los que produjeron las máquinas con las que hicieron su trabajo, o a los que desarrollaron la tecnología con la que dichas máquinas fueron creadas.
Podemos pensar también en las universidades en las que los desarrolladores de esa tecnología se educaron, o en los navegantes que llevaron las materias primas de un país a otro, los funcionarios de aduanas que las registraron, los abogados, los comerciantes... En una palabra, todos los seres humanos del mundo participaron de un modo u otro en la fabricación de mi encendedor. Lo mismo podría decirse del resto de los productos que empleamos: una Coca-Cola, un semáforo, la revista que estás leyendo en este momento.
Hay algo aún más extraño en todo esto: para hacer tales objetos cooperamos. Todos los trabajadores del mundo cooperamos unos con otros. En una palabra: todos dependemos de todos para vivir, nos necesitamos mutuamente: lo sepamos o no, nos guste o no.


III. La hermandad entre los seres humanos

Imagina alguna de esas veces en que has visto, a la distancia, la ciudad de noche. Es un gigantesco mar de luces; ahora piensa que cada una de ellas es como el encendedor del que hemos estado hablando.
Todo eso ha sido producido por nosotros: no por el gobierno, no por el dinero. Las calles, las casas, las oficinas, el drenaje, los comercios, el alumbrado público, todo es producto de nuestro trabajo. Esta ciudad es una obra gigantesca que hemos hecho nosotros mismos cooperando; no es sólo un conjunto de objetos, sino un mundo que hemos fabricado para vivir en él, como las abejas hacen un panal; pero, naturalmente, no somos abejas, sino seres humanos, y uno puede preguntarse entonces por qué no hicimos nuestro “panal” de otro modo, digamos, de un modo que nos guste; ¿por qué no podemos construir algo para nuestro propio bienestar, sin el control de los papeles pintados?
Todos cooperamos para producir todo lo que miramos a nuestro alrededor y para educar a cada nueva generación. Somos los responsables del rumbo que está tomando nuestro barco. ¿Por qué somos incapaces entonces de hacer un barco distinto, que vaya en otra dirección? ¿Por qué no edificar otras ciudades, otras casas, otras escuelas, en las que pueda vivirse felizmente, del mismo modo que hacemos todos los días este mundo en el que nadie vive bien, del que todo el mundo se queja? Por una razón muy simple: porque no estamos dispuestos a ponernos de acuerdo, y dejamos nuestras vidas, por tanto, en manos del dinero, que debido a eso gobierna nuestros destinos.
Si algunos pueblos de la antigüedad creían que los ídolos que fabricaban con sus propias manos eran obra de los dioses, nosotros hoy creemos algo todavía más extraño: que los productos de nuestro propio trabajo son obra del dinero.
Pero el poder no está en los pedazos de papel, ni en el destino, ni en los payasos del Congreso, sino en los miles de millones de trabajadores sin dinero que construimos esta civilización todos los días, y que podríamos perfectamente hacer otra, de otro modo, en otra dirección. El dinero nunca ha hecho nada, ni ha tenido jamás ningún poder; el dinero es papel. El poder es nuestro.

1 comentario:

  1. Podríamos hacer otra... podríamos dirigirnos a otro puerto... pero no hemos podido hermano!!! Entre otras cosas porque SÍ nos hemos puesto de acuerdo, pero tienes razón... nos hemos puesto de acuerdo bajo la ilusión de que el papel pintado nos ha permitido crear esta civilización incivilizada...
    quiza valdría la pena un puente entre estos fundamentos de saber económico y los saberes que planteas en el artículo sobre "la gestión"... pienso que son claramente complementarios

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